Viajar siempre fue su pasión, su ilusión.
Viajar era soñar despierto, era adrenalina por lo desconocido, fervor por el riesgo de descubrir cosas nuevas, la agitación de nuevas experiencias, la necesidad de aire nuevo, de vida distinta, de ideas desiguales, de sentimientos intensos, de sonrisas blancas, de sonrisas negras, de abrazos tímidos, de presencias abrumadoras, de situaciones hilarantes, de momentos aterradores, de descolocarse para valorar el orden, de alimentarse de vida, de lo distinto, de lo raro, de lo diferente, eso era para él estar vivo.
Sin embargo, un día tuvo que partir en un viaje que no tenía muchas ganas de hacer, un viaje que no tenía fecha de vuelta, y sin embargo era un viaje que había que hacer. Se mezclaban en la coctelera un sin fin de sensaciones; liberación, ansias de dejar atrás las tormentas y huracanes, las envidias, los malos entendidos, la resignación de lo que no se puede cambiar, la tristeza de no poder y sí querer. Y con ello, por primera vez también miedo, mucho miedo, miedo a no volver, miedo a volver y no encontrar, miedo a quedar sin rumbo en alta mar, lejos de toda referencia, de todo lo familiar, de todo lo conocido, desorientado, aturdido, perdido…
Todavía aquel marino deambula por un mar sin carta austral, sin mapas ni cartapacio, dejando que las corrientes le acerquen a puertos donde poder sumar para sobrevivir.
Puertos exóticos, puertos de paso, puertos rígidos y exigentes, puertos abiertos y acogedores, puertos intensos, puertos… En el camino ha encontrado tesoros, ha conocido paraísos, ha probado manjares, pero sufre el hechizo de no poder conservar las sensaciones durante mucho tiempo, quizá la sal y la humedad del viaje ha provocado una costra de sal que no deja traspasar la emoción, la ilusión y el calor al centro de su corazón lo suficiente para encontrar un rumbo… quizá sea la confusión de no poder volver al puerto del querer lo que hiela sus entrañas.
Con la estética del que está de vuelta de todo, del que no necesita nada, disfraza y disimula el peso del gran castigo de ser llevado a la deriva, viendo pasar la vida, disfrutando momentos eternos tan solo unos instantes, sintiendo que esa inercia de la deriva desgarra amarres y no poder evitarlo.
Pequer